Seguramente muchos de nosotros recordamos la sonrisa nada limpia y nada cautivadora del Maestro de Pink en la escena destinada a la famosa “Another Brick in The Wall” de Pink Floyd en la película “The Wall”. El personaje de El Maestro es el de un desquiciado adoctrinador de ideas y emociones a través de represiones permanentes, fundamental en la historia personal de Pink, el protagonista de la película. Pink se encuentra cautivo en un muro que establece las pesadas fronteras de una carga subjetiva creada por sucesivas inquisiciones nacidas desde los valores más conservadores y más opresivos pero a su vez más contemporáneos y actuales. En la plataforma tenaz de todos estos valores, el Maestro de Pink se dedicaba a hacer salchichas con mentes y corazones jóvenes que nunca llegarían a ser sensibles a través del arte o la literatura o la filosofía o la revolución. Desde el colegio, estos corazones estarían destinados a ser precisa y exclusivamente eso: Salchichas homogéneas catalogables en el lúgubre inventario de una gran máquina productiva regida por yugos de todo tipo. Pink, sin embargo, sería un caso disfuncional para la producción en serie de castraciones de humanidad. Su humanidad terminaría mezclada con un asco espeso hacia la sociedad, acompañado de un abrumador repertorio de miedos que determinarían para él un desesperante y prematuro final de su vida.
Azucena Castillo, dueña del Gimnasio Castillo Campestre, es dentro de mi memoria la figura más parecida al Maestro de Pink. Su rostro es también muy similar al del Juez cara-de-testículos que se encarga, en “The Trial”, de asestarle a él un último y certero golpe de gracia. Azucena es el estereotipo más puro de un castigador pedagógico dirigido por la dura doctrina de la reacción. Esta mujer posa muy mal de ángel, desde su propio nombre hasta su voz solapada. Azucena es un nombre comúnmente utilizado para referirse a los Lirios, flores que simbólicamente están asociadas con el amor. La Azucena de la que hablamos, en cambio, es una mujer hoy involucrada en el Suicidio de Sergio Urrego, uno de los estudiantes de este castillo que “rescata valores para hacer realidad la paz”, como lo anuncia desmesuradamente en todos los rincones del colegio su Proyecto Educativo Institucional. Eso lo recuerdo por que también fui estudiante allí toda mi primaria y la mayoría de mi secundaria, hasta que fui expulsado por una de tantas fricciones éticas que este lirio perverso suele tener con sus estudiantes. Al respecto, tengo mi propia historia.
El Castillo fue mi colegio desde la infancia hasta noveno de Bachillerato. En aquel año la débil economía de mis padres experimentó una inflexión dentro de la ya de por sí permanente dinámica hacia lo decreciente, y cuando no pudieron pagar la matrícula del noveno año tuve que abandonar el colegio de toda mi vida. Con la incapacidad de pagar confluyeron algunos odios candentes y muy presentes entre la rectora, un animal desastrosamente enamorado de los negocios y el dinero, y mis padres, unos críticos de la vida para las mercancías. Fue allí en donde ya no hubo mucho por hacer. Tampoco existió disposición de mis padres – y en especial de mi padre – a jugársela por mi mis caprichos para mantenerme en el Colegio de mis amistades. Yo odiaba a la rectora y al colegio, pero sencillamente allá estaban mis amigos. Mi padre me dijo entonces que si en aquel Febrero, ya habiendo comenzado el año escolar, yo quería efectuar un último intento desesperado por que me reintegraran a clases, debía enfrentarlo yo sólo. En el orden de las tragedias posibles, el cambio de colegio no sólo no era tan grave sino que resultaría productivo. Para mí, sin embargo, era muy problemático en aquel momento por cuanto allí residían mis historias de niño y de joven. Teniendo aún 14 años y un gran temor por perder mi espacio de sociabilidad para entonces más importante, fui sin ninguna compañía a la oficina de la Rectora la mañana de algún lunes y tuve que esperar hasta que se movilizara desde sus mediocres aposentos hasta su nueva camioneta gris pagada con las suntuosas pensiones de padres y madres devorados por el arribismo cruel e incompleto de la clase media. Una vez llegó ese momento, me le abalancé y le pedí con una voz aún no madurada y una estatura aún distante a la de cualquier adulto que, por la fidelidad a la educación, me diese una última oportunidad de pago. Pero ella me ratificó que ya no era la persona cordial que alguna vez fue cuando siendo un pequeño entré a mis primeros cursos escolares allí. Me ratificó que para ella era mucho más importante conseguir los medios para pagar las costosas cirugías que mitigaban los efectos de la gravedad y el tiempo sobre un cuerpo cada vez más parecido a la cría envejecida de un Rott Weiler y una Vaca. Azucena me negó el derecho a la educación aún a pesar de que yo era un estudiante destacado y mis padres en algún momento de mejores tiempos y relaciones habrían sido parte activa de espacios como la asociación de Padres. Fue así como mi bachillerato lo culminé, por sugerencia de mi Padre, en un colegio distrital al cual le debo otro tipo de experiencias.
Mi caso en realidad no fue de los más graves. A mis compañerxs de curso les generó profundas divisiones a través de rumores absurdos. Azucena jugaba con jóvenes de décimo grado a crear discordias a través de mecanismos patéticos y pobres, como el de tribunales esporádicos sobre conductas “moralmente reprochables” identificadas en cualquier experimento adolescente que alguno de mis compañerxs efectuara. Junto con el vice-presidente del colegio, su esposo Don Alfredo - otra muy desagradable figura - hicieron de esa promoción un campo de odios y batallas juveniles que aún hoy recordamos con asco profundo. También en esa ocasión hubo casos de discriminación y persecución de los que no me gustaría hablar. “A-su-ceba” y “Don Alf” eran verdaderos clérigos de efervescentes potestades inquisidoras.
Azucena, sin embargo, no es un monstruo excepcional aún cuando el caso de Sergio Urrego no lo fuese tampoco. Los episodios moralmente reprochables fueron durante mi estadía en el Castillo y después de mi salida de él una cuestión sistemática. El de Sergio Urrego fue la trágica síntesis de una lista interminable de relatos amargos. Pero digo, en todo caso, que Azucena no es un monstruo excepcional. Sergio Urrego se ha ido dejando tras de sí la marca de un problema de envergadura y bien extendido: Poseemos una educación primaria y secundaria aún profundamente arraigada en reacciones ultra conservadoras y muy marcadas por una formación para la productividad.
Una muy mayoritaria parte de los colegios de educación primaria y secundaria de este país, públicos y privados, son dirigidos por pequeñas almas nazi que se atribuyen el deber de formar bajo sus propios esquemas los primeros y más significativos patrones de vida de miles y miles de estudiantes. Estas almas buscan enlistarlos en caminos de valores y sociabilidades aún colonialistas, aún conservadoras y además profundamente dadas a los valores del mercado. A través de mano dura y persecuciones, demuestran que ellos estuvieron también alguna vez en el rol de corazones castrados, reproduciendo los mecanismos que a ellos les fueron aplicados de forma seguramente más brutal. Estas formas de educación aseguran la continuidad en el tiempo de rectores obcecados.
Contamos con un ejército de Azucenas y Don Alfredos que hacen nuestras vidas de infancia una cosa fútil y muy poco autónoma, escondiendo con especial recelo las verdades y contra-verdades de una vida para la emancipación. En los casos en los que a un aventajado le es posible sentar posiciones distintas a través de la crítica, como el de Sergio Urrego, un sin fin de mecanismos de persecución se despliegan de forma asfixiante, hasta llevar al culpable a un callejón sin salida en el cual el único veredicto es el de la exclusiva culpa individual. En aquel punto hay dos salidas: La primera, una redención a través de la aceptación de la culpa y del pecado, que derive en una vida nuevamente funcional y obediente. La segunda, la resistencia y la lucha. Para Sergio el último y único acto político ofrecido por el desespero, fue el de su propia muerte.
En los últimos momentos de Pink (Sergio) el Maestro (Azucena) reclama al gran Juez Escroto, por qué no le permitieron poner en forma al muchacho, a través de duros golpes que re-encausaran la blanda carne de un corazón nuevo, perfecta para convertir en una triste y sombría salchicha. Una salchicha heterosexual, productiva, católica, insensible y sumisa. Una salchicha que reprodujese la dominación.
Un dato curioso de la tragedia. La última publicación de Sergio en su cuenta de Twitter fue la letra de la pequeña pista con la que se cierra el disco no. 1 de The Wall. Al final, el maestro y la vida dura llevarían a pink a un callejón sin salida:
Goodbye cruel world,
i'm leaving you today.
goodbye,
goodbye,
goodbye.
Goodbye, all you people,
there's nothing you can say
to make me change my mind.
goodbye. ( http://bit.ly/1tI3nfD )
FUENTE: http://cileplibertario.wix.com/cilep#!azucena/c17u
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